lunes, 29 de agosto de 2011

MODELOS DE CIUDADANIA

Identificamos tres modelos de ciudadanía, que parten desde diferentes puntos de vista, aunque los tres comparten cierta concepción de justicia, siguiendo la tendencia clásica de cariz normativo, es decir, conceptos primarios desde los que se sigue una concepción de ciudadanía.
El modelo liberal de ciudadanía
El modelo liberal de ciudadanía parte en un primer momento de la propuesta que T. H. Marshall (1998), quien explica en esta obra el aumento de derechos asociados al estatus de ciudadano y cómo este estatus fue paulatinamente extendiéndose a todas las esferas de la sociedad inglesa.

Elementos de ciudadanía
Principio
Derechos
Institución
Período de conquista
Civil
Libertad individual
Expresión, pensamiento, religión, propiedad, contractual, justicia, vida.
Estado de Derecho
Siglo XVII
Político
Participación en el ejercicio del poder político
Ser elector y elegido para el parlamento y el gobierno
Democracia representativa
Siglo XIX
Social
Seguridad y bienestar económico
Salud y educación
Sistema de educación pública y agencias de beneficiencia
Siglo XX

En primer lugar, ser ciudadano se asociaba al disfrute de una serie de derechos civiles (siglo XVIII en Inglaterra), posteriormente se añadieron los derechos políticos (siglo XIX) y finalmente los derechos sociales en el siglo XX. Consideraba así que se había llegado a la formulación final de ciudadanía: un estatus que confiere derechos a todos los miembros plenos de una comunidad política. Todos los ciudadanos son, en este sentido, iguales respecto a los derechos y deberes que acompañan al estatus.
A la comprensión de ciudadanía descrita líneas arriba, suele denominársela ciudadanía "pasiva” o “privada”, porque concibe la ciudadanía como un estatus que comporta más una serie de derechos que de obligaciones. Según Marshall el énfasis en los derechos liberales y en la vida privada impide forzar a alguien a llevar una vida pública activa y a tener una serie de deberes. Esto se comprendería como una imposición que privaría a una persona de su libertad. Esta definición de la ciudadanía como “ciudadanía como posesión de derechos” fue defendida en la teoría política contemporánea por autores liberales, hasta que en 1971 John Rawls, el más importante representante del “liberalismo igualitario” la modifica parcialmente.
De esta manera, el ciudadano sigue siendo principalmente un sujeto de derechos, pero añade a su condición de sujeto libre e igual que disfruta predominantemente de derechos, también de  obligaciones de ser una persona razonable y tener un sentido del deber para con la sociedad. Estas condiciones llevarían a todo ciudadano o ciudadana a comportarse cívicamente, por ejemplo a ser tolerante, equitativo y a cooperar a lo largo de toda su vida en una sociedad bien ordenada.
Así, el deber de civilidad impone a los ciudadanos ciertos límites cuando deciden o votan cuestiones políticas fundamentales, pues siempre se ha de decidir teniendo en cuenta que las posturas han de ser razonables y con las que toda otra persona libre e igual puede concordar. Por tanto, los ciudadanos disfrutan de «libertades básicas iguales», de igualdad de oportunidades, y de una serie de bienes primarios distribuidos estratégicamente para que cada ciudadano pueda desarrollar su plan de vida.
La ciudadanía republicana
La ciudadanía republicana es comprendida más como un modelo procedimentalista, es decir, un modelo que parte también del pensamiento ético formal del filósofo Emanuel Kant (Ferrater, 1999), pero que lo transforma sustituyendo la razón práctica y solipsista kantiana por una razón de tipo intersubjetiva y en constante diálogo con las demás, es decir una alteridad. Es también concebido como una racionalidad comunicativa, que presupone una situación ideal de libre expresión de las ideas muy lejos de dominaciones, imposiciones y desigualdades. Una situación ideal que sirve de ideal regulativo y en la que se pueda llegar a un entendimiento mutuo y acuerdos. Acuerdos que podrían responder, de esta forma, a criterios de rectitud y de veracidad.
Por otra parte, la concepción de ciudadanía del filósofo Jürgen Habermas (1998) pone especial énfasis en la vida pública y activa de los ciudadanos. Por lo que, necesariamente, los deberes de ciudadanía aumentan. Según Habermas, para ser verdaderamente libres, además de poder regir nuestra vida en el ámbito privado, también hemos de poder regir nuestra vida en la esfera pública. Necesitamos también poder ir constituyendo, a través del diálogo y la deliberación intersubjetiva, las condiciones jurídico-políticas en que convivimos, pues sólo a través de nuestra autonomía pública[1] podremos ser autónomos en nuestra vida privada. Y viceversa: sólo siendo autónomos “privadamente” podremos llegar a ser autónomos en la esfera pública.
Habermas afirma que surge una concepción procedimental del derecho, según la cual el proceso democrático debe asegurar simultáneamente la autonomía privada y la autonomía pública tanto del individuo como del grupo social. En este sentido, no son suficientes los derechos liberales, si no que deben completarse con derechos de participación y comunicación en la esfera pública, de tal forma que se pueda ir constituyendo el propio medio de vida social.
Ciudadanía comunitaria
El modelo de ciudadanía más conocido como comunitario surge en los años ochenta como respuesta crítica a la teoría liberal de la justicia de John Rawls. Es un movimiento que, a diferencia de los dos anteriores, reivindica políticamente el concepto de comunidad y la idea de bien sobre la idea de lo justo.
Para los comunitarios, la ciudadanía no sólo responde a valores políticos universales, como ocurre en los otros modelos que se ha estudiado, sino también a identificaciones culturales particulares y a una idea concreta de bien. Encontrar el equilibrio entre estos dos tipos de identificaciones será uno de los objetivos de Taylor y Kymlicka (2002).
Por tanto, Taylor reivindica el regreso a una sociedad cohesionada bajo una idea determinada de bien que dé sentido y oriente la vida. La vuelta a una ética sustantiva que sustituya a las éticas procedimentales que predominan actualmente en teoría política. El contenido, la “sustancia” de esta ética sustantiva consistiría en ser fiel a uno mismo, a la propia originalidad y unicidad. Lo que Taylor denomina el “ideal de autenticidad” y que sólo tiene sentido considerando que la identidad personal es una identidad que se va haciendo y constituyendo en diálogo continuo con otros significativos y en un determinado contexto social-comunitario.
Según Taylor (citado líneas arriba), se necesita el reconocimiento de los demás para constituir la propia identidad individual (y colectiva), es un error muy propio del pensamiento moderno representar a la persona construyendo su propia identidad y originalidad de forma aislada, independientemente de sus relaciones con otros significativos. Se necesita de los otros, de su mirada y reconocimiento para construir la propia identidad, pues la identidad personal depende decisivamente de relaciones dialógicas con los demás. Se da así una conexión básica entre identidad, (mi identidad), autenticidad (mi autenticidad) y reconocimiento, (el reconocimiento que se obtiene de los demás).
Es así que, la corriente comunitaria reivindica el reconocimiento político de los diferentes grupos culturales minoritarios que componen una sociedad: el reconocimiento de su diferencia e igual valor (al menos en principio). Y el derecho a participar en pie de igualdad en el espacio público.
Concepciones liberalistas y comunitaristas
El estudio sobre ciudadanía puede resumirse en las posturas liberalistas y comunitaristas. En la década de los setenta y ochenta, se inició un debate, más de carácter filosófico sobre la naturaleza del individuo y sobre sus derechos en relación con el Estado. Los principales protagonistas de este debate fueron, por una parte los liberales, encabezados por John Rawls, Dworkin y Gauthier, y, por otra parte, los comunitaristas, como Arendt, Walzer, Taylor y Sandel. El debate, desarrollado en Norteamérica y Europa, tuvo dos esferas la metodológica y la normativa sobre la concepción de individuo y de comunidad:

Los liberales
Los comunitaristas
§  Los liberales (individualistas) plantean que la comunidad se constituye a partir de la cooperación para la obtención de ventajas mutuas, y que el individuo tiene la capacidad de actuar libremente.
§  Y desde una perspectiva normativa, los liberales sostienen que una sociedad justa no puede presumir una concepción particular del bien, sino que debe ajustarse a través del “derecho”, que es una categoría moral que tiene prioridad sobre la de “bien” (Rawls)
§  Los comunitaristas sostienen que los vínculos sociales determinan a las personas, y que la única forma de entender la conducta humana es referirla a sus contextos sociales, culturales e históricos.
§  Los comunitaristas sostienen que las premisas del individualismo traen consecuencias moralmente insatisfactorias, tales como la imposibilidad de lograr una comunidad genuina, el olvido de algunas ideas de la vida buena que serían sustentadas por el Estado y una injusta distribución de los bienes.

Actualmente, se encuentra todavía vigente el debate entre liberalismo y comunitarismo. Frente a este tema, se hace un planteamiento muy interesante, en el que asocia la postura liberalista con un tipo de ciudadanía entendida más como un estatus, y por otra parte la postura comunitarista, que entiende la ciudadanía como una práctica donde predomina la idea de grupo.
En tal sentido, según estas posturas, para llegar a ser ciudadano activo en una determinada comunidad uno debe estar motivado, formado cívicamente y gozar de oportunidades de participación del bien común. Además, la tradición cívica considerada como “republicanista” ha pasado por dar mayor importancia al ejercicio de la virtud cívica, la participación en la construcción del interés común y el cumplimiento de los deberes cívicos desde un ideal moral de servicio a la comunidad y en todo caso a la república. Y sólo así, desde esta tradición, el individuo accede a la condición de plena ciudadanía, ya que ésta es una actividad básicamente deseable que entraña un compromiso moral y cívico.
A diferencia de esta tradición considerada como clásica de ciudadanía, más centrado en el republicanismo, el pensamiento filosófico del liberalismo cívico da más importancia, sobre todo, a la idea de que la ciudadanía es un título al que se accede cuando se reconocen determinados derechos. Pero existe un elemento en que ambas tradiciones no podrían entrar en contradicción. Se trata precisamente de un elemento que forma parte de una noción comprensiva de competencia cívica, lo que se denomina como el juicio político. A través del ejercicio de la facultad de juzgar las realidades políticas, y no sólo por el ejercicio de la virtud cívica, también  se accede a una plena condición de ciudadanía, a un tipo de actividad ciudadana en la que los valores de la tradición liberal y los del pensamiento cívico republicano pueden llegar a armonizarse.
De esta manera, el debate entre los denominados liberales y comunitaristas continúa en la actualidad, y trata sucesivamente en buscar respuestas a los fenómenos sociales que influencian la vida de individuos y colectivos en las sociedades. No obstante, el concepto liberal de ciudadanía es susceptible de replantearse conforme la emergencia de una pluralidad de ciudadanías en varios países tanto de Europa como de América Latina.
Crisis del concepto liberal de ciudadanía
Según muchos estudiosos del tema, el concepto de ciudadanía se ha convertido en uno de los términos fundamentales del debate político a partir de la década de los 90. Esta importancia que ha adquirido el concepto de ciudadanía se debe en gran medida a que es un concepto que se halla en plena “evolución”, debido más que todo a los grandes cambios económicos, sociales, culturales y políticos de la actualidad.
Desde la antigüedad clásica, es decir, Grecia y Roma hasta nuestros días el concepto de ciudadanía ha ido cambiando cada vez más. En pleno siglo XXI  se ve como el discurso de ciudadanía se convierte en algo claramente diferente a lo que se entendía anteriormente:

La ciudadanía en la antigüedad clásica
La ciudadanía en el pensamiento
liberal
Siglo XX: crisis del concepto liberal de ciudadanía.
·  En la Grecia clásica: el derecho de ciudadanía estaba ligado al de pertenencia a una polis (ciudad-estado).
·  El término “ciudadano” proviene del romano civis y éste, a su vez, de civitas (ciudad, o estado)
·  En ambos mundos, griego y romano la “ciudadanía” se definía en términos de un conjunto de obligaciones, derechos y protocolos de interrelación exclusivos de los hombres libres.
·  Posteriormente, en los regímenes feudal monárquicos, el concepto de ciudadanía se ve sobrepasado por el de “súbdito”, que se extiende a todo aquél que habita dentro de los límites de un feudo o de un reino.
·  La revolución francesa introduce un cambio radical en la concepción de ciudadanía en la medida que el habitante de la ciudad o del Estado, por el mero hecho de serlo adquiere plenitud formal de derechos. Este concepto moderno de ciudadanía se asienta en las tres premisas básicas: libertad, igualdad y fraternidad.
·  Con el posterior ascenso  de las burguesías urbanas y el triunfo del capitalismo industrial, surge el sufragio censatario, que coarta aunque no formalmente los derechos de ciudadanía dentro de los Estados liberales burgueses.
·  Marx reivindica la igualdad de todos los ciudadanos por encima de sus condiciones económicas y culturales, y critica, en favor de la acción colectiva, el individualismo del Estado burgués y su vinculación a un territorio geográficamente acotado.
·   En el siglo XX las corrientes liberales insisten en anteponer los derechos individuales sobre los colectivos (libertad frente a igualdad).
·  La ciudadanía se torna sustancialmente más compleja, tanto en su aspecto conceptual como político, y la geografía del mundo moderno del siglo XX se divide con claridad de acuerdo con esas dos concepciones.
·  En parte de Europa, no obstante, surge otra opción que intenta aproximar los extremos y que se concreta en el llamado Estado del Bienestar. Éste busca y exige una instancia de mediación social que, por una parte, atempere el poder de los más fuertes, sobre los que carga obligaciones adicionales, y por otra concede un “plus” de derechos o compensaciones a los más débiles.

La demostración comparativa que se aprecia en el cuadro anterior, dio lugar a un concepto clásico de ciudadanía, es decir, como estatus jurídico y político mediante el cual el ciudadano adquiere unos derechos como individuo (civil, político y social), además también unos deberes respecto a una colectividad política, además de la facultad de actuar en la vida colectiva de un Estado. Por consiguiente, la condición de ciudadanía estaría restringida a las personas que tienen esa condición.
Por tanto, todas las personas que viven en un determinado territorio del que no son ciudadanos, están excluidas de los derechos y deberes que permite la condición de ciudadano en tal territorio. Cada Estado tiene unas normas que regulan la manera por la cual una persona adquiere la nacionalidad de ese Estado, es decir, la condición de ciudadano.
Este concepto de lo que es ciudadanía, es la correspondiente al periodo histórico que se inició con las grandes revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, y caracterizado por la primacía del Estado – nación como colectividad política que agrupa a los individuos. Un siglo después empieza a entrar en controversia esta concepción de ciudadanía. En contraparte emerge la concepción de ciudadanía multicultural.
Ciudadanía multicultural
En la perspectiva de Will Kymlicka (2002), se puede comprender que la ciudadanía multicultural es propiciar que las democracias de los Estados multinacionales y poli-étnicos construyan como fundamento en sus Constituciones Políticas, el reconocimiento y apoyo a la identidad cultural de los grupos étnicos y minorías nacionales, y apostar con toda potencia y creencia por una justicia basada en la igualdad, que permita adecuar necesidades diferenciadas, es decir, los derechos colectivos para que puedan tener la posibilidad de mantenerse como cultura distinta. Y es imprescindible además, que se les brinde las mismas asistencias y oportunidades que a la nación mayoritaria en términos equitativos.
Es necesario valorar la diversidad cultural, darle voz a las minorías, y a los grupos étnicos para que puedan expresar sus necesidades, intereses y aspiraciones. Según Kymlicka resulta imprescindible que las minorías dispongan de procedimientos justos para que se escuche su voz en los procesos políticos, sociales y económicos.
Del mismo modo, no se puede olvidar que para soñar con una democracia estable a largo plazo, en un Estado pluriétnico y multicultural como el caso de Bolivia, es necesario desarrollar en primera instancia los siguientes aspectos:
a)    El sentido de la solidaridad
La ciudadanía debería ser un foro donde la gente supere las diferencias y piense en el bien común de todos los ciudadanos. En este sentido, la salud y la estabilidad de las democracias modernas no solo dependen de la justicia de sus instituciones básicas, sino también de las cualidades y actitudes de sus ciudadanos; es decir,
-     de su sentimiento de identidad y de cómo consideran a otras formas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa;
-     de su capacidad de tolerar y de trabajar con personas distintas de ellos; de su deseo de participar en el proceso político para promover el bien público;
-     de apoyar a las autoridades políticas responsables;
-    de su voluntad de demostrar comedimiento y de asumir la responsabilidad personal en las exigencias  económicas;
-    de su sentido de justicia y su compromiso con una distribución equitativa de los recursos;
b)    Sociedad de justicia compartida
Es importante que exista una sociedad que una a las sociedades modernas. El acuerdo público en cuestiones de justicia política y social mantiene los lazos de la amistad pública y asegura los vínculos de asociación.
c)    La identidad compartida
Generalmente, la identidad compartida procede de la historia, de la lengua y, tal vez de la religión común. Pero en muchos países multinacionales como Bolivia la historia no es una fuente de orgullo compartido, sino de resentimientos y de divisiones entre grupos nacionales.
Tomando en cuenta los anteriores conceptos, los Estados a través de sus políticas debe favorecer la consecución de los derechos culturales (múltiples derechos de las diferentes culturas), ya que pueden contribuir más a esa solidaridad e impulsar la integración social y la unidad política.
Cabe aclarar que una cosa es la ciudadanía multicultural y otra es la ciudadanía intercultural (2002), el cuadro siguiente puede dar algunas pistas que sostienen el discurso de ambos conceptos:

Multiculturalismo
Interculturalidad
·     Busca producir y produce sociedades paralelas.
·     El lema del multiculturalismo es: a pesar de que somos diferentes tenemos que aprender a convivir sin agredirnos, es decir respetándonos
·     Las políticas multiculturales evitan los desencuentros
·     Promueve la tolerancia
·     No erradica los estereotipos y prejuicios que contaminan las relaciones entre las personas diferentes.
·     Las políticas multiculturales son acciones afirmativas.
·     La racionalidad multicultural es una racionalidad fonológica, no reconoce al otro como interlocutor válido.
·       Busca producir sociedades integradas y relaciones simétricas entre las diversas culturas
·       El lema de la interculturalidad es: a buena hora somos iguales y diferentes. Aprendemos a convivir enriqueciéndonos recíprocamente.
·       Las políticas interculturales promueven los encuentros
·       Promueve el diálogo
·       Busca erradicar los prejuicios que están en la base de la estigmatización social y la discriminación cultural.
·       Las políticas interculturales son acciones transformativas, es decir, buscan transformar las relaciones de interculturalidad negativa en relaciones de interculturalidad positiva.
·       La racionalidad intercultural es comunicativa que parte de reconocimiento del otro interlocutor con quien comparto en situación de diálogo una comunidad de valores transculturales.


Se puede entender que la ciudadanía intercultural es una iniciativa concertada entre el Estado y los grupos o pueblos que la integran en un contexto caracterizado por su diversidad étnica y cultural, para hacer factible  que todas las personas de todos los grupos étnicos y culturales conozcan, comprendan y compartan las diferentes culturas, sus problemáticas, no solo a nivel legal y político, sino que también se tome en cuenta la dimensión social y civil.
BIBLIOGRAFÍA

BOBBIO, Norberto:
2003           El futuro de la democracia. México: Fondo de Cultura Económica. 1ra. reimp.
1993                    Liberalismo y democracia. México: Fondo de Cultura Económica. 3ra. reimp.
HABERMAS, Jürgen:
1988          Teoría de la acción comunicativa. Madrid. Taurus. t. I y II
KIMLICKA, Will:
2002               Ciudadanía multicultural. Barcelona: Paidós.
MARSHALL, T.S.
1998   Ciudadanía y clase social. Reedición por Tom Bottomore. Madrid: Alianza.


[1] Compréndase que el término autonomía se utiliza en el marco de la teoría racional de comunicación de J. Habermas.

FORMACION DISCURSIVA DEL DESARROLLO

Las condiciones de producción del discurso del desarrollo está íntimamente relacionada con la instauración de la temporalidad en el saber a inicios del siglo XIX. La modernidad es la etapa epistémica que a la vez configura tres disciplinas, la lingüística, la biología y la economía. Todas ellas transversalizadas por la conciencia de la historia, que en suma, demuestra la finitud del ser humano, sumido en lo Mismo, descartando a cualquier precio lo diferente, lo Otro. Así, desarrollo es la idea de superación, de avanzar, de ir adelante, de dejar el pasado.
Si bien la temporalidad se presenta como un activador de una episteme del siglo XIX en el sentido de Foucault, pero su genealogía se remonta al imaginario judío de la tierra prometida y el imaginario griego de la ciudad. Estos dos elementos (la tierra prometida y la ciudad) configuran el discurso del desarrollo, además, aparece como relacionado a la economía, ya en la Edad Clásica y la Modernidad.
El carácter económico del desarrollo
Foucault (1989) desarrolla una arqueología del saber, principalmente caracteriza el saber en la época del Renacimiento, luego en la época que él llama Edad Clásica (siglos XVII – XVIII) y, Modernidad (siglo XIX hasta mediados del siglo XX)[1]. El Renacimiento tiene como condición de posibilidad discursiva a la semejanza, que posibilita la comprensión de la realidad a partir de lo mismo. En el neoclasicismo, la condición de posibilidad es la representación, que permite el surgimiento de la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas. Por último, la Modernidad consolida como su misma condición de existencia el despliegue de la temporalidad. De esta manera, la gramática general posibilita la aparición de la Filología. La historia natural a la Biología. Y finalmente el análisis de las riquezas, permite que surja la disciplina de la Economía política.
SIGLO XVI
SIGLOS XVII y XVIII
SIGLO XIX  y (XX)
Renacimiento
Edad Clásica (neoclasicismo)
Modernidad (positivismo)
Semejanza
Representación
Temporalidad
Legere
Magia
Mercaderes (libre juego)
Gramática general
Historia natural
Análisis de las riquezas
Filología
Biología
Economía política
En el análisis de las riquezas (Edad Clásica), la conformación del cuadro representativo se pensaba sobre la base de que toda riqueza es convertible en moneda, en tanto entre en circulación y cambio. Así la moneda era la representación rectora, a partir de ella se podía organizar la posibilidad de ordenar la riqueza. Pero en el siglo XIX el análisis de las riquezas se redefine como Economía Política. El trabajo será considerado como fuente de todo valor. La teoría de la producción debe preceder a cualquier análisis de circulación o cambio. Se reformula el principio de escasez.
Según Foucault, el homo economicus existe en tanto transcurre, utiliza y pierde su vida tratando de escapar de la muerte, satisfaciendo sus necesidades económicas. El proceso económico se origina en la inminencia de la muerte del hombre, en su finitud. El saber positivo surge de la temporalidad. Por tanto, cobra suma importancia los estudios históricos.
En Europa, durante los siglos XVII y XVIII se encerraba a los pobres pensando que así se mejoraría la economía[2], sin embargo, no se tomó en cuenta que el costo para mantener los sitios de confinamiento acarrearía más gastos, produciendo de esta manera gastos onerosos que al final no tenían los resultados esperados, es decir, el número de pobres en vez de ir decreciendo en las calles iba en aumento.
Por otra parte, en esa primera época del mundo industrial se percibe, según Foucault, el trabajo como un remedio infalible contra la miseria. El poder del trabajo como panacea no proviene tanto de su fuerza productiva, sino de una especie de “encantamiento moral”. El origen mítico de este sentimiento estriba en la “caída” del ser humano de la gracia divida. El trabajo-castigo tiene valor de penitencia y redención. Sin embargo la época neoclásica muestra otro valor bíblico: el trabajo como maldición, es decir, no por trabajar el hombre recogerá frutos sino por la bendición de Dios, pero de todos modos se debe trabajar por un imperativo moral, de estar en la gracia divina y de la sociedad.
En el fondo, es en este contexto donde la obligación del trabajo adquiere sentido: es a la vez ejercicio ético y garantía moral. Valdrá como ascesis, castigo y signo de cierta actitud del corazón. El prisionero que puede y que quiere trabajar será liberado; no tanto porque sea nuevamente útil a la sociedad, sino porque se ha suscrito al gran pacto ético de la existencia humana.
En el análisis que Foucault hace de la valoración del trabajo en el neoclasicismo está implícita la tesis de Max Weber, desarrollada en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Rodríguez, 2005), según la cual la idea de predestinación hacía innecesaria las obras en pos de la salvación, tan cara a los Católicos. Dios, sin ningún motivo, elige a quienes salvar. Y, si bien es cierto que nadie sabe a ciencia cierta a quien si ha elegido o no, también es cierto que existen símbolos, pruebas, marcas del designio divino. La prosperidad económica es uno de estos signos. De este modo, la pobreza no sólo es considerada como producto de la negligencia sino también como estigma del desagrado divino. En ese sistema de valores que se inicia con la Reforma, la limosna ya no tiene sentido. La limosna no aporta nada al caritativo (ya que las obras no salvan) y por medio de ella se ayuda a alguien que parece no merecer la estima de la Providencia. La prosperidad, como signo de la gracia divina, llevaba en sí la exaltación del trabajo.
A partir del siglo XIX se piensa al hombre desde la representación de sí mismo surgida de la biología, la lingüística y la economía. Las ciencias humanas se instauran en la vecindad de los tres saberes mencionados y en sus “intersticios”. Una forma de interpretar tales afirmaciones sería la siguiente: hay problemas relativos al ser-vivo-hombre que la biología no puede solucionar (complejos, angustias, ansiedades), en ese lugar se inserta la “región psicológica”. Hay procesos relacionados con el lenguaje que la lingüística no puede abarcar (mitos, afasias, tabúes discursivos), y que permiten la diversificación de estudios sobre la comunicación y las estructuras significantes. Hay fenómenos relacionados con la producción, que la economía no puede explicar (migraciones, hacinamientos, violencias colectivas, etc.), ahí opera la “región sociológica”.
Sin embargo, estos tres saberes son los que configuran el nacimiento de las diferentes áreas de conocimiento, como la Psicología, la Antropología, la Comunicación, la Sociología, la Pedagogía, etc.
La Economía habiéndose considerado como una ciencia humana (aunque Foucault no la clasifica así, simplemente se refiere a ella como “saber”). El hombre, en cuanto especie que trabaja, le ha dado una tónica especial a la producción, la distribución y el consumo. Pero no es por ello que la economía se encuentra entre las ciencias humanas, sino porque el hombre es ese ser que desde las formas de producción que encauzan su existencia se representa sus necesidades. Tales representaciones posibilitan el surgimiento de la economía misma como ciencia, cuyo objeto es un ser (el hombre) que no sólo trabaja sino que se representa los componentes de ese trabajo.
En conclusión, la Economía sobre la base de la historia configura un área de conocimiento tanto más práctica y operativa que teórica de intervención planificada para complementar, solucionar, mejorar, abuenar lo incompleto, lo irresoluto, lo débil, lo carente, lo pobre de una determinada situación o estado de una parte del mundo.
Habermas (1989) considera que, en manos de Foucault, la historia de las ciencias se convierte en historia de la racionalidad. Para ello “atraviesa” la historia de la constitución de la razón y llega a la conformación de la locura. Descubre que la razón moderna se organiza como tal en tanto es capaz de tomar distancia de una parte de sí misma (la sinrazón) y autoconstituirse en objeto “puro” de estudio, sin los elementos espurios que podrían aportar los delirios de cualquier cuño.
Foucault considera que el logos occidental se marcó sus propios límites. Para constituirse en su pureza necesitó expulsar todo aquello que devenía exterior (lo Otro). Uno de los límites de la razón está marcado, precisamente, por la locura. Ésta en algún momento formó parte de la razón. Pero cuando la ratio decidió definirse por sí misma desalojó a la locura de su ámbito. El logos occidental teme lo heterogéneo, ama lo Mismo, prefiere la identidad. La única duplicación que la ratio acepta es la de la igualdad.
La ciudad y la tierra prometida
Tomando como referencia la caracterización hecha por Foucault, también es importante comprender que la temporalidad es activada por un dispositivo mesiánico judeocristiano confluyente con la noción de ciudad perteneciente a la tradición griega.
La ciudad, constituye el punto de encuentro de todas las estrategias de organización racional de la sociedad y de la cultura. La política nació como forma teórico-argumental de esta estrategia de organización, en tanto que la democracia está ligada a ella como una de las formas de ejercicio de la ciudadanía. Mientras que la noción de tierra prometida, constituye el flujo dinámico, el aporte mesiánico, que cruza el espacio político (= de la polis) sin dejarlo incólume, sino fecundándolo y dibujando una trayectoria (Lanceros, 1990: 148).
En la perspectiva de Lanceros, estos dos conceptos (flujo y ciudad) constituyen el soporte fundamental de las configuraciones culturales de Occidente, de los distintos marcos conceptuales e instrumentos teóricos a que hemos referido nuestras representaciones, intereses y utopías, esperanzas y temores, encuentran su fundamento y justificación en la ciudad y el éxodo hacia la tierra prometida.
La ciudad ocupaba el centro de la vida del griego clásico. La coextensividad de los conceptos hombre y ciudadano resume la referencialidad de la polis como ámbito de expresión y ejercicio, espacio en que lo privado se configura y se desvanece, lugar jurídico y ético por excelencia, hasta el punto de convertirse en instancia última de definición. En el extremo opuesto de la ecuación que aquí nos ocupa, el pueblo judío carece de referencia urbana. No ordena sus códigos ético-jurídicos basándose en la ciudad sino en función de una promesa. No elabora una política sino una historia de la salvación. La racionalización teórico-práctica, tanto en el ámbito público como privado, no privilegia la organización (política) sino la marcha (histórica). Nómadas reales y culturales, los judíos no dan cobertura ideológica al Estado –efímero, en cualquier caso- sino desde la promesa mesiánica y la dinámica que ella imprime (Lanceros, 1990).
La Ilustración pone en juego diversos mecanismos teórico-prácticos que fraguan lo que habitualmente se conoce como “idea de progreso”: la ciudad se desvincula de la promesa mesiánica, pero sin abandonarla del todo, puesto que queda irreparablemente enmarañada en las redes de una historia que imprime a los acontecimientos el sello de la razón y el sentido; una historia que aparece como resultado de un proceso de secularización a partir del cual se pierde la referencia trascendente pero se conserva el marco general soteriológico. En este nuevo lugar se habilitan espacios para las “teologías seculares”: progreso tecnológico, evolución racional, materialismo histórico, desarrollo, etc. En otras palabras hablamos de la época que es conocida como modernidad, que se construye sobre el eje de la temporalidad y sobre la mismisidad de la ciudad.
Modernidad y desarrollo
Buci-Glukksman enfatiza que
…la modernidad como proyecto universalista de “civilización” descansando sobre el optimismo de un progreso tecnológico ineluctable, sobre un sentido seguro de la historia, sobre un dominio racional y democrático de un real entregado a las diferentes utopías revolucionarias de un futuro emancipado, haya entrado en crisis en los años 70: tal es la evidencia masiva que unifica los diferentes discursos sobre la posmodernidad, ya sean franceses o internacionales (Vattimo: 1990: 44).
Este proyecto universal de instauración de una civilización montada sobre la historia lineal produjo la idea del progreso tecnológico ilimitado, por tanto, se concibe como más “desarrollado” aquello que tiene la capacidad ilusoria de ser o tener más que aquello que se deja, que se abandona.
Si la historia tiene sentido progresivo, es evidente que tendrá más valor lo que es más “avanzado” en el camino hacia la conclusión, lo que está más cerca del final del proceso. Ahora bien, para concebir la historia como realización progresiva de la humanidad auténtica, se da una condición: que se la pueda ver como un proceso unitario. Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso. (Vattimo, 1990: 10).
Por tanto, progreso tiene como condición la existencia de la historia, de un transcurrir lineal de los hechos, que implica un origen y un final. Se concibe la historia como ordenada en torno al año del nacimiento de Cristo, y más específicamente, como una concatenación de las vicisitudes de las naciones situadas en la zona “central” del Occidente, que representa el lugar propio de la civilización, fuera del cual están los hombres primitivos, las naciones “en vías de desarrollo”, el “tercer mundo”, los “subdesarrollados”, etc.
La configuración de la identidad más importante de la civilización occidental, desde los griegos, fue separar para conocer, ana-lysis. Este proceso analítico es reformulado en la etapa moderna por Descartes, quien recomienda, en el Discurso del Método: “dividir cada una de las dificultades… en tantas partes como fuese posible” para poderlas analizar. Este procedimiento cognitivo implica: (a) aislar el objeto del conocimiento de su contexto; (b) fomentar la tendencia al reduccionismo; (c) hacer creer que las dicotomías conceptuales son reales, (d) obligar sutilmente a tomar partido por una de las polaridades, contra la otra;  este punto de vista tiene una variable doble: o bien, obligar al Otro a convertirse a su propia imagen y semejanza, con el remedo consiguiente: la gente de color del “Tercer mundo”: cholos, mestizos, latinos etc., (f) homogeneización que pone de manifiesto la incapacidad de aceptar la diferencia, la diversidad: la alteridad; (h) todo lo cual, finalmente, termina fragmentando toda la realidad (Medina, 2006a: 16).
La crítica fundamental a la modernidad consiste en la idea de que no es posible percibir el mundo sobre las bases de unos principios universales de verdad, justicia y razón; de que este mundo no puede ser coherentemente representado en su totalidad y, por consiguiente, que no puede darse al desarrollo histórico en un sentido universal; de que existe una profunda separación entre hechos objetivos y valores subjetivos y que el mundo social no puede ser capturado ni analizado solamente a través de la razón científica.
El discurso sobre el desarrollo se ha construido, así, sobre patrones que se fundamentan en la modernidad del cientificismo, de la tecnología –encuadrándose implícitamente en el interior de un marco conceptual que cree en el progreso sin fin, en la innovación constante-, en la modernidad de la administración, de la gestión pública, de la economía política –sin comprender, en este último caso, que el desarrollo no es simplemente un asunto de maquinaria industrial, inputs, “know how” o políticas de precios, sino que, más allá de ello, es un proceso social complejo.
A partir de una lectura analítica del mundo, el desarrollo ha inventado una historia, la del progreso lineal desde la que se percibe la supuesta posición de retraso de los otros. En la realidad social no existen linealidades, ni principios unívocos de organización y de transformación, ni existe progreso inmanente ni decadencia, sino discontinuidades, equilibrios frágiles y formas diversas de percibir la historia.
El desarrollo, en tanto que una formación discursiva –en sentido foucaultiano- en la que sistemáticamente se imbrican las formas de conocimiento con las técnicas de poder; en cuanto que una experiencia históricamente singular, marcada por la creación de un dominio conceptual y de acción, esto es, un cuerpo de conocimientos y un sistema que regula las prácticas de intervención, construye un orden que produce modos de ser y de pensar, que es el responsable no sólo de que hoy en día resulte difícil llegar a concebir la situación del Tercer Mundo en términos distintos a los que proporciona el discurso occidental.
El discurso del desarrollo, en efecto, crea sus objetos, teorías y estrategias y delimita un espacio en el que sólo una cuantas cosas pueden ser manifestadas o incluso imaginadas (acordando quién posee voz y en qué circunstancias puede expresarse, desde qué puntos de vista, con qué criterios y con qué autoridad). Las relaciones que se establecen entre instituciones (que poseen la autoridad moral, profesional y legal para problematizar situaciones y fijar estrategias), procesos socioeconómicos, órdenes de conocimiento marcan sistemáticamente las reglas, producen instrumentos de intervención y determinan la forma o apariencia de la realidad social.
El discurso del desarrollo define, por lo tanto, un campo estructurado que topografía –en el sentido de Deleuze-Guattari (2000)- la vida social y económica del Tercer Mundo en determinadas coordenadas de control. La acción no es simplemente disciplinar a los individuos, sino más allá de ello, también –como Foucault analizó en relación a los efectos de los regímenes de visibilidad de la modernidad- transformar las condiciones bajo las que vive la gente a fin de crear un entorno productivo, normalizado y social. Pero los dispositivos de poder, según Foucault, normalizan y disciplinan.
Pero lo más importante, si bien el discurso del desarrollo posee un carácter estructurante y a la misma vez posee un carácter estructural unitario, basado en lo Mismo, en la igualación más que en la igualdad, también por eso mismo excluye lo que perjudica su univocidad, confirmando de esta manera su propia fortaleza, es decir implica el subdesarrollo. ¿Acaso también se puede hablar de un discurso del subdesarrollo? En todo caso, el subdesarrollo es simplemente la imagen espectral del discurso del desarrollo.
La aportación de los teóricos de la dependencia está en la aseveración de que desarrollo y subdesarrollo no son fenómenos separados, sino que están estrechamente asociados: éste es consecuencia de aquél, producto de la falta de equidad en las relaciones que se establecen entre las distintas formaciones sociales (se habla de relaciones centro-periferia, es decir, los países subdesarrollados son en cuanto que otros son desarrollados).
En tal sentido, se puede aseverar que el tercermundismo formaría parte de las manifestaciones simbólicas a través de las que Occidente imagina/inventa al Otro y a partir de él se reafirma y, a la vez, a través de lo que refuerza su autoridad y las relaciones de dominio que ejerce. Originariamente subdesarrollo designaba y describía de una forma global las situaciones de pobreza de las poblaciones de Àfrica, Asia y América Latina, sus causas y sus aspectos sociales. Hoy en día sirve para calificar a todo tipo de situaciones económicas y sociales de desigualdad comparativa.
Resulta frecuente que la palabra sea empleada con desatino para significar la existencia de un aprovechamiento deficiente de un potencial económico y unas capacidades productivas insuficientemente explotadas. Por esta regla podría acabarse por considerar como subdesarrollada o tercermundista cualquier tipo de carencia o inadaptación, sea cual sea el contexto y las circunstancias.
Norte
Primer mundo
Centro
Occidente
Mundo desarrollado
Sociedad
Sujeto
Nosotros
Ricos
Cristianos
Individualidad
Moderno

Sur
Tercer mundo[3]
Periferia
Oriente
Mundo subdesarrollado
Naturaleza
Objeto
Otros
Pobres
Infieles
Otredad
Arcaico
La idea de subdesarrollo que configuramos en nuestro imaginario no es más que una forma de percibir –y de comprender y construir- el mundo, que se conforma a partir de los modos de relación –o a partir de cómo entendemos o concebimos estas formas de relación- con los otros que ocupan aquel espacio que definimos como subdesarrollado. De las formas de representación, que establecen identidades discriminatorias, dimanan así regímenes hegemónicos: construyendo a nivel representativo un mundo que se considera como subdesarrollado se están determinado también lo que suponemos que son sus carencias y necesidades y, más aún, se están estableciendo unos objetivos que se deben alcanzar.
Así la noción de desarrollo es una construcción de la Modernidad. En el siglo XVIII la razón excluyó a la sinrazón y a lo diferente para consolidar una única identidad, lo Mismo. De la misma manera, el desarrollo excluye a su correlato inmediato, el subdesarrollo. Claro esta exclusión se produce bajo el manto de un discurso que principalmente articula ciertos mecanismos de saber y poder.
Saber- poder del Desarrollo
Foucault define un saber como un conjunto de elementos que se estructuran de manera regular en una práctica discursiva que posibilita la formación de grupos de objetos, enunciaciones, conceptos, elecciones; es también el espacio en el que el sujeto puede tomar posición para hablar de los objetos de que trata su discurso, un campo de coordinación y subordinación de los enunciados en el que los objetos aparecen, se definen, se aplican y transforman. En fin, un saber se define por las posibilidades de utilización y apropiación ofrecidas por el discurso.
El ejercicio de conocer es él mismo un ejercicio de poder (una formación discursiva –en el pensamiento foucaultiano- es una verdad – que permite juzgar al otro- que constituye un binomio con el poder). En el caso tratado, Oriente es moldeado y adquiere su sentido únicamente en el contexto de otro concepto, Occidente, al cual queda ligado a través de una relación de dominación y de unas formas específicas de conocimiento que determinan la visión que percibimos de aquél.
Hoy en día son los medios de comunicación y la visión de los expertos quienes crean en buena medida la realidad, determinando cómo observamos el resto de un mundo que obtiene su significado en función y a través de la mirada de éstos componentes.
Entre saber y poder existe una relación directa, uno y otro se implican mutuamente: el saber reestructura constantemente el poder, pero también el poder redefine constantemente el saber (Foucault, 1980). No hay relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de conocimiento: aquél no puede ejercerse sin la extracción, apropiación, distribución o retención de saber. El ejercicio del poder crea nuevos objetos de conocimiento y sistemas de información; el conocimiento, a su vez, produce efectos de poder.
Cada sociedad posee su régimen de verdad, es decir, el tipo de discurso que se acepta y ejerce funciones de verdad. Por lo tanto, todas las aproximaciones a la realidad del Tercer Mundo deben ser vistas en su contexto específico y culturalmente incrustado, fuera del cual –esto es, al margen de las creencias y valores de la gente diversa que lo habita- no es posible la valoración de dicha realidad.
La invención del desarrollo necesariamente implicó la creación de un campo institucional desde el cual los discursos son producidos registrados, estabilizados, modificados y puestos en circulación. La institucionalización del desarrollo tiene lugar a todos los niveles, desde las organizaciones internacionales y las agencias de planificación nacionales en el Tercer Mundo, a las agencias de desarrollo local, los comités de desarrollo comunitario, las agencias voluntarias privadas y las ONGs.
La conexión entre saber y poder genera, como dice Foucault, núcleos de inteligibilidad que, a medida que desarrollan sus lenguajes caen bajo el dominio de lo profesional y de lo institucional.
En tal sentido, el desarrollo, en el aspecto institucional, se organiza a través de un conjunto de técnicas, estrategias y prácticas reglamentadas (disciplinas académicas, métodos de investigación y enseñanza, criterios profesionales, etc.) que permiten la generación, validación y difusión de sus saberes, que se diseminen y se hagan significantes.
El discurso del postdesarrollo
Según Vattimo, “no existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista, y es ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo, comprehensivo, capaz de unificar todos los demás” (1990:11). Así, se produce como denomina Beriain, un descentramiento de las ideas únicas.
El factor que posibilita los cambios semánticos que conforman nuestro moderno sistema cultural es el “descentramiento” de las cosmovisiones que estaban articuladas en torno a un “centro sagrado”, que se ha manifestado históricamente como “fundamento ontoteológico”  con los atributos de unidad, perfección, belleza y bondad, es decir, tal universo simbólico pierde su potencialidad de fundamentación y de legitimación al ser desplazado del “centro”, del Axis mundi que ocupaba, pasando a ser una alternativa o un valor entre otros, entre los cuales podemos elegir… (1990: 132).
A partir de los finales de los 80, el discurso del desarrollo, sin dejar de incidir en el papel positivo de las fuerzas del mercado, modifica su acento y reconoce la necesidad de que la población –que en apariencia pierde su condición de sujeto pasivo y se convierte en actor del cambio- participe en las políticas de desarrollo: en este sentido, con el objetivo hipotético de alcanzar una democracia sustantiva, se traslada la responsabilidad del desarrollo a la sociedad civil.



[1] No siempre tomaremos en cuenta la periodización de Foucault respecto de “modernidad”, se la utilizará más bien en el sentido que se le da en nuestro medio, es decir, refiriéndonos a la corriente histórico-cultural que comienza aproximadamente al final del siglo XVI y que se extiende hasta la mitad de nuestro siglo. Siguiendo el mismo criterio se designará “Edad Neoclásica” o “neoclasicismo” a lo que Foucault llama “Edad Clásica”, y “positivismo” a lo que Foucault llama “modernidad”. Pues “Edad Clásica” para nosotros remite a la antigüedad y no a los siglos XVII y XVIII. Y el siglo XIX, para nosotros, es una época prominentemente positivista (sobre todo después del primer tercio del siglo).
[2] La palabra economía procede del latín oeconomia y, ésta, a su vez, del griego oikonomía, cuya raíz oikos significa hogar. Aunque, ciertamente, cada cultura posee sus propias formas de “administración del hogar”, y a pesar de que desde la antropología Polanyi y otros hayan mostrado que la economía no queda restringida a la producción e intercambio de bienes valorables y apropiables en el seno del mercado, aquí el término se emplea, de manera reductora, como sinónimo de economía de mercado.

[3] La utilización por primera vez de la expresión “Tercer mundo” se atribuye a A. Suvy al comparar en 1952 las reinvindicaciones de los países pobres con las que formulaba el Tercer Estado francés en vísperas del estallido revolucionario de 1789. Sin embargo, ha visto degradado su contenido y ha acabado adquiriendo unas connotaciones semánticas semejantes a las de la voz “subdesarrollo”.

BIBLIOGRAFÍA

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2000               Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (Trad. José Vázquez Pérez). Valencia: Pre-Textos. 4ta. edic.
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1980               El orden del Discurso. (Trad. Alberto Gonzáles). Barcelona: Tusquets Editores
1989               Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI editores. 19na. edic.
HABERMAS, Jürgen:
1989               El discurso de la modernidad. Madrid: Taurus.
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1990               Apunte sobre el pensamiento destructivo. En: En torno a la posmodernidad. Barcelona: Anthropos.
LYOTARD, Jean-Francois:
1991               La posmodernidad. 3ra. reimp. México: Gedisa.
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1990               En torno a la posmodernidad. Barcelona: Anthropos.
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