lunes, 29 de agosto de 2011

FORMACION DISCURSIVA DEL DESARROLLO

Las condiciones de producción del discurso del desarrollo está íntimamente relacionada con la instauración de la temporalidad en el saber a inicios del siglo XIX. La modernidad es la etapa epistémica que a la vez configura tres disciplinas, la lingüística, la biología y la economía. Todas ellas transversalizadas por la conciencia de la historia, que en suma, demuestra la finitud del ser humano, sumido en lo Mismo, descartando a cualquier precio lo diferente, lo Otro. Así, desarrollo es la idea de superación, de avanzar, de ir adelante, de dejar el pasado.
Si bien la temporalidad se presenta como un activador de una episteme del siglo XIX en el sentido de Foucault, pero su genealogía se remonta al imaginario judío de la tierra prometida y el imaginario griego de la ciudad. Estos dos elementos (la tierra prometida y la ciudad) configuran el discurso del desarrollo, además, aparece como relacionado a la economía, ya en la Edad Clásica y la Modernidad.
El carácter económico del desarrollo
Foucault (1989) desarrolla una arqueología del saber, principalmente caracteriza el saber en la época del Renacimiento, luego en la época que él llama Edad Clásica (siglos XVII – XVIII) y, Modernidad (siglo XIX hasta mediados del siglo XX)[1]. El Renacimiento tiene como condición de posibilidad discursiva a la semejanza, que posibilita la comprensión de la realidad a partir de lo mismo. En el neoclasicismo, la condición de posibilidad es la representación, que permite el surgimiento de la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas. Por último, la Modernidad consolida como su misma condición de existencia el despliegue de la temporalidad. De esta manera, la gramática general posibilita la aparición de la Filología. La historia natural a la Biología. Y finalmente el análisis de las riquezas, permite que surja la disciplina de la Economía política.
SIGLO XVI
SIGLOS XVII y XVIII
SIGLO XIX  y (XX)
Renacimiento
Edad Clásica (neoclasicismo)
Modernidad (positivismo)
Semejanza
Representación
Temporalidad
Legere
Magia
Mercaderes (libre juego)
Gramática general
Historia natural
Análisis de las riquezas
Filología
Biología
Economía política
En el análisis de las riquezas (Edad Clásica), la conformación del cuadro representativo se pensaba sobre la base de que toda riqueza es convertible en moneda, en tanto entre en circulación y cambio. Así la moneda era la representación rectora, a partir de ella se podía organizar la posibilidad de ordenar la riqueza. Pero en el siglo XIX el análisis de las riquezas se redefine como Economía Política. El trabajo será considerado como fuente de todo valor. La teoría de la producción debe preceder a cualquier análisis de circulación o cambio. Se reformula el principio de escasez.
Según Foucault, el homo economicus existe en tanto transcurre, utiliza y pierde su vida tratando de escapar de la muerte, satisfaciendo sus necesidades económicas. El proceso económico se origina en la inminencia de la muerte del hombre, en su finitud. El saber positivo surge de la temporalidad. Por tanto, cobra suma importancia los estudios históricos.
En Europa, durante los siglos XVII y XVIII se encerraba a los pobres pensando que así se mejoraría la economía[2], sin embargo, no se tomó en cuenta que el costo para mantener los sitios de confinamiento acarrearía más gastos, produciendo de esta manera gastos onerosos que al final no tenían los resultados esperados, es decir, el número de pobres en vez de ir decreciendo en las calles iba en aumento.
Por otra parte, en esa primera época del mundo industrial se percibe, según Foucault, el trabajo como un remedio infalible contra la miseria. El poder del trabajo como panacea no proviene tanto de su fuerza productiva, sino de una especie de “encantamiento moral”. El origen mítico de este sentimiento estriba en la “caída” del ser humano de la gracia divida. El trabajo-castigo tiene valor de penitencia y redención. Sin embargo la época neoclásica muestra otro valor bíblico: el trabajo como maldición, es decir, no por trabajar el hombre recogerá frutos sino por la bendición de Dios, pero de todos modos se debe trabajar por un imperativo moral, de estar en la gracia divina y de la sociedad.
En el fondo, es en este contexto donde la obligación del trabajo adquiere sentido: es a la vez ejercicio ético y garantía moral. Valdrá como ascesis, castigo y signo de cierta actitud del corazón. El prisionero que puede y que quiere trabajar será liberado; no tanto porque sea nuevamente útil a la sociedad, sino porque se ha suscrito al gran pacto ético de la existencia humana.
En el análisis que Foucault hace de la valoración del trabajo en el neoclasicismo está implícita la tesis de Max Weber, desarrollada en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Rodríguez, 2005), según la cual la idea de predestinación hacía innecesaria las obras en pos de la salvación, tan cara a los Católicos. Dios, sin ningún motivo, elige a quienes salvar. Y, si bien es cierto que nadie sabe a ciencia cierta a quien si ha elegido o no, también es cierto que existen símbolos, pruebas, marcas del designio divino. La prosperidad económica es uno de estos signos. De este modo, la pobreza no sólo es considerada como producto de la negligencia sino también como estigma del desagrado divino. En ese sistema de valores que se inicia con la Reforma, la limosna ya no tiene sentido. La limosna no aporta nada al caritativo (ya que las obras no salvan) y por medio de ella se ayuda a alguien que parece no merecer la estima de la Providencia. La prosperidad, como signo de la gracia divina, llevaba en sí la exaltación del trabajo.
A partir del siglo XIX se piensa al hombre desde la representación de sí mismo surgida de la biología, la lingüística y la economía. Las ciencias humanas se instauran en la vecindad de los tres saberes mencionados y en sus “intersticios”. Una forma de interpretar tales afirmaciones sería la siguiente: hay problemas relativos al ser-vivo-hombre que la biología no puede solucionar (complejos, angustias, ansiedades), en ese lugar se inserta la “región psicológica”. Hay procesos relacionados con el lenguaje que la lingüística no puede abarcar (mitos, afasias, tabúes discursivos), y que permiten la diversificación de estudios sobre la comunicación y las estructuras significantes. Hay fenómenos relacionados con la producción, que la economía no puede explicar (migraciones, hacinamientos, violencias colectivas, etc.), ahí opera la “región sociológica”.
Sin embargo, estos tres saberes son los que configuran el nacimiento de las diferentes áreas de conocimiento, como la Psicología, la Antropología, la Comunicación, la Sociología, la Pedagogía, etc.
La Economía habiéndose considerado como una ciencia humana (aunque Foucault no la clasifica así, simplemente se refiere a ella como “saber”). El hombre, en cuanto especie que trabaja, le ha dado una tónica especial a la producción, la distribución y el consumo. Pero no es por ello que la economía se encuentra entre las ciencias humanas, sino porque el hombre es ese ser que desde las formas de producción que encauzan su existencia se representa sus necesidades. Tales representaciones posibilitan el surgimiento de la economía misma como ciencia, cuyo objeto es un ser (el hombre) que no sólo trabaja sino que se representa los componentes de ese trabajo.
En conclusión, la Economía sobre la base de la historia configura un área de conocimiento tanto más práctica y operativa que teórica de intervención planificada para complementar, solucionar, mejorar, abuenar lo incompleto, lo irresoluto, lo débil, lo carente, lo pobre de una determinada situación o estado de una parte del mundo.
Habermas (1989) considera que, en manos de Foucault, la historia de las ciencias se convierte en historia de la racionalidad. Para ello “atraviesa” la historia de la constitución de la razón y llega a la conformación de la locura. Descubre que la razón moderna se organiza como tal en tanto es capaz de tomar distancia de una parte de sí misma (la sinrazón) y autoconstituirse en objeto “puro” de estudio, sin los elementos espurios que podrían aportar los delirios de cualquier cuño.
Foucault considera que el logos occidental se marcó sus propios límites. Para constituirse en su pureza necesitó expulsar todo aquello que devenía exterior (lo Otro). Uno de los límites de la razón está marcado, precisamente, por la locura. Ésta en algún momento formó parte de la razón. Pero cuando la ratio decidió definirse por sí misma desalojó a la locura de su ámbito. El logos occidental teme lo heterogéneo, ama lo Mismo, prefiere la identidad. La única duplicación que la ratio acepta es la de la igualdad.
La ciudad y la tierra prometida
Tomando como referencia la caracterización hecha por Foucault, también es importante comprender que la temporalidad es activada por un dispositivo mesiánico judeocristiano confluyente con la noción de ciudad perteneciente a la tradición griega.
La ciudad, constituye el punto de encuentro de todas las estrategias de organización racional de la sociedad y de la cultura. La política nació como forma teórico-argumental de esta estrategia de organización, en tanto que la democracia está ligada a ella como una de las formas de ejercicio de la ciudadanía. Mientras que la noción de tierra prometida, constituye el flujo dinámico, el aporte mesiánico, que cruza el espacio político (= de la polis) sin dejarlo incólume, sino fecundándolo y dibujando una trayectoria (Lanceros, 1990: 148).
En la perspectiva de Lanceros, estos dos conceptos (flujo y ciudad) constituyen el soporte fundamental de las configuraciones culturales de Occidente, de los distintos marcos conceptuales e instrumentos teóricos a que hemos referido nuestras representaciones, intereses y utopías, esperanzas y temores, encuentran su fundamento y justificación en la ciudad y el éxodo hacia la tierra prometida.
La ciudad ocupaba el centro de la vida del griego clásico. La coextensividad de los conceptos hombre y ciudadano resume la referencialidad de la polis como ámbito de expresión y ejercicio, espacio en que lo privado se configura y se desvanece, lugar jurídico y ético por excelencia, hasta el punto de convertirse en instancia última de definición. En el extremo opuesto de la ecuación que aquí nos ocupa, el pueblo judío carece de referencia urbana. No ordena sus códigos ético-jurídicos basándose en la ciudad sino en función de una promesa. No elabora una política sino una historia de la salvación. La racionalización teórico-práctica, tanto en el ámbito público como privado, no privilegia la organización (política) sino la marcha (histórica). Nómadas reales y culturales, los judíos no dan cobertura ideológica al Estado –efímero, en cualquier caso- sino desde la promesa mesiánica y la dinámica que ella imprime (Lanceros, 1990).
La Ilustración pone en juego diversos mecanismos teórico-prácticos que fraguan lo que habitualmente se conoce como “idea de progreso”: la ciudad se desvincula de la promesa mesiánica, pero sin abandonarla del todo, puesto que queda irreparablemente enmarañada en las redes de una historia que imprime a los acontecimientos el sello de la razón y el sentido; una historia que aparece como resultado de un proceso de secularización a partir del cual se pierde la referencia trascendente pero se conserva el marco general soteriológico. En este nuevo lugar se habilitan espacios para las “teologías seculares”: progreso tecnológico, evolución racional, materialismo histórico, desarrollo, etc. En otras palabras hablamos de la época que es conocida como modernidad, que se construye sobre el eje de la temporalidad y sobre la mismisidad de la ciudad.
Modernidad y desarrollo
Buci-Glukksman enfatiza que
…la modernidad como proyecto universalista de “civilización” descansando sobre el optimismo de un progreso tecnológico ineluctable, sobre un sentido seguro de la historia, sobre un dominio racional y democrático de un real entregado a las diferentes utopías revolucionarias de un futuro emancipado, haya entrado en crisis en los años 70: tal es la evidencia masiva que unifica los diferentes discursos sobre la posmodernidad, ya sean franceses o internacionales (Vattimo: 1990: 44).
Este proyecto universal de instauración de una civilización montada sobre la historia lineal produjo la idea del progreso tecnológico ilimitado, por tanto, se concibe como más “desarrollado” aquello que tiene la capacidad ilusoria de ser o tener más que aquello que se deja, que se abandona.
Si la historia tiene sentido progresivo, es evidente que tendrá más valor lo que es más “avanzado” en el camino hacia la conclusión, lo que está más cerca del final del proceso. Ahora bien, para concebir la historia como realización progresiva de la humanidad auténtica, se da una condición: que se la pueda ver como un proceso unitario. Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso. (Vattimo, 1990: 10).
Por tanto, progreso tiene como condición la existencia de la historia, de un transcurrir lineal de los hechos, que implica un origen y un final. Se concibe la historia como ordenada en torno al año del nacimiento de Cristo, y más específicamente, como una concatenación de las vicisitudes de las naciones situadas en la zona “central” del Occidente, que representa el lugar propio de la civilización, fuera del cual están los hombres primitivos, las naciones “en vías de desarrollo”, el “tercer mundo”, los “subdesarrollados”, etc.
La configuración de la identidad más importante de la civilización occidental, desde los griegos, fue separar para conocer, ana-lysis. Este proceso analítico es reformulado en la etapa moderna por Descartes, quien recomienda, en el Discurso del Método: “dividir cada una de las dificultades… en tantas partes como fuese posible” para poderlas analizar. Este procedimiento cognitivo implica: (a) aislar el objeto del conocimiento de su contexto; (b) fomentar la tendencia al reduccionismo; (c) hacer creer que las dicotomías conceptuales son reales, (d) obligar sutilmente a tomar partido por una de las polaridades, contra la otra;  este punto de vista tiene una variable doble: o bien, obligar al Otro a convertirse a su propia imagen y semejanza, con el remedo consiguiente: la gente de color del “Tercer mundo”: cholos, mestizos, latinos etc., (f) homogeneización que pone de manifiesto la incapacidad de aceptar la diferencia, la diversidad: la alteridad; (h) todo lo cual, finalmente, termina fragmentando toda la realidad (Medina, 2006a: 16).
La crítica fundamental a la modernidad consiste en la idea de que no es posible percibir el mundo sobre las bases de unos principios universales de verdad, justicia y razón; de que este mundo no puede ser coherentemente representado en su totalidad y, por consiguiente, que no puede darse al desarrollo histórico en un sentido universal; de que existe una profunda separación entre hechos objetivos y valores subjetivos y que el mundo social no puede ser capturado ni analizado solamente a través de la razón científica.
El discurso sobre el desarrollo se ha construido, así, sobre patrones que se fundamentan en la modernidad del cientificismo, de la tecnología –encuadrándose implícitamente en el interior de un marco conceptual que cree en el progreso sin fin, en la innovación constante-, en la modernidad de la administración, de la gestión pública, de la economía política –sin comprender, en este último caso, que el desarrollo no es simplemente un asunto de maquinaria industrial, inputs, “know how” o políticas de precios, sino que, más allá de ello, es un proceso social complejo.
A partir de una lectura analítica del mundo, el desarrollo ha inventado una historia, la del progreso lineal desde la que se percibe la supuesta posición de retraso de los otros. En la realidad social no existen linealidades, ni principios unívocos de organización y de transformación, ni existe progreso inmanente ni decadencia, sino discontinuidades, equilibrios frágiles y formas diversas de percibir la historia.
El desarrollo, en tanto que una formación discursiva –en sentido foucaultiano- en la que sistemáticamente se imbrican las formas de conocimiento con las técnicas de poder; en cuanto que una experiencia históricamente singular, marcada por la creación de un dominio conceptual y de acción, esto es, un cuerpo de conocimientos y un sistema que regula las prácticas de intervención, construye un orden que produce modos de ser y de pensar, que es el responsable no sólo de que hoy en día resulte difícil llegar a concebir la situación del Tercer Mundo en términos distintos a los que proporciona el discurso occidental.
El discurso del desarrollo, en efecto, crea sus objetos, teorías y estrategias y delimita un espacio en el que sólo una cuantas cosas pueden ser manifestadas o incluso imaginadas (acordando quién posee voz y en qué circunstancias puede expresarse, desde qué puntos de vista, con qué criterios y con qué autoridad). Las relaciones que se establecen entre instituciones (que poseen la autoridad moral, profesional y legal para problematizar situaciones y fijar estrategias), procesos socioeconómicos, órdenes de conocimiento marcan sistemáticamente las reglas, producen instrumentos de intervención y determinan la forma o apariencia de la realidad social.
El discurso del desarrollo define, por lo tanto, un campo estructurado que topografía –en el sentido de Deleuze-Guattari (2000)- la vida social y económica del Tercer Mundo en determinadas coordenadas de control. La acción no es simplemente disciplinar a los individuos, sino más allá de ello, también –como Foucault analizó en relación a los efectos de los regímenes de visibilidad de la modernidad- transformar las condiciones bajo las que vive la gente a fin de crear un entorno productivo, normalizado y social. Pero los dispositivos de poder, según Foucault, normalizan y disciplinan.
Pero lo más importante, si bien el discurso del desarrollo posee un carácter estructurante y a la misma vez posee un carácter estructural unitario, basado en lo Mismo, en la igualación más que en la igualdad, también por eso mismo excluye lo que perjudica su univocidad, confirmando de esta manera su propia fortaleza, es decir implica el subdesarrollo. ¿Acaso también se puede hablar de un discurso del subdesarrollo? En todo caso, el subdesarrollo es simplemente la imagen espectral del discurso del desarrollo.
La aportación de los teóricos de la dependencia está en la aseveración de que desarrollo y subdesarrollo no son fenómenos separados, sino que están estrechamente asociados: éste es consecuencia de aquél, producto de la falta de equidad en las relaciones que se establecen entre las distintas formaciones sociales (se habla de relaciones centro-periferia, es decir, los países subdesarrollados son en cuanto que otros son desarrollados).
En tal sentido, se puede aseverar que el tercermundismo formaría parte de las manifestaciones simbólicas a través de las que Occidente imagina/inventa al Otro y a partir de él se reafirma y, a la vez, a través de lo que refuerza su autoridad y las relaciones de dominio que ejerce. Originariamente subdesarrollo designaba y describía de una forma global las situaciones de pobreza de las poblaciones de Àfrica, Asia y América Latina, sus causas y sus aspectos sociales. Hoy en día sirve para calificar a todo tipo de situaciones económicas y sociales de desigualdad comparativa.
Resulta frecuente que la palabra sea empleada con desatino para significar la existencia de un aprovechamiento deficiente de un potencial económico y unas capacidades productivas insuficientemente explotadas. Por esta regla podría acabarse por considerar como subdesarrollada o tercermundista cualquier tipo de carencia o inadaptación, sea cual sea el contexto y las circunstancias.
Norte
Primer mundo
Centro
Occidente
Mundo desarrollado
Sociedad
Sujeto
Nosotros
Ricos
Cristianos
Individualidad
Moderno

Sur
Tercer mundo[3]
Periferia
Oriente
Mundo subdesarrollado
Naturaleza
Objeto
Otros
Pobres
Infieles
Otredad
Arcaico
La idea de subdesarrollo que configuramos en nuestro imaginario no es más que una forma de percibir –y de comprender y construir- el mundo, que se conforma a partir de los modos de relación –o a partir de cómo entendemos o concebimos estas formas de relación- con los otros que ocupan aquel espacio que definimos como subdesarrollado. De las formas de representación, que establecen identidades discriminatorias, dimanan así regímenes hegemónicos: construyendo a nivel representativo un mundo que se considera como subdesarrollado se están determinado también lo que suponemos que son sus carencias y necesidades y, más aún, se están estableciendo unos objetivos que se deben alcanzar.
Así la noción de desarrollo es una construcción de la Modernidad. En el siglo XVIII la razón excluyó a la sinrazón y a lo diferente para consolidar una única identidad, lo Mismo. De la misma manera, el desarrollo excluye a su correlato inmediato, el subdesarrollo. Claro esta exclusión se produce bajo el manto de un discurso que principalmente articula ciertos mecanismos de saber y poder.
Saber- poder del Desarrollo
Foucault define un saber como un conjunto de elementos que se estructuran de manera regular en una práctica discursiva que posibilita la formación de grupos de objetos, enunciaciones, conceptos, elecciones; es también el espacio en el que el sujeto puede tomar posición para hablar de los objetos de que trata su discurso, un campo de coordinación y subordinación de los enunciados en el que los objetos aparecen, se definen, se aplican y transforman. En fin, un saber se define por las posibilidades de utilización y apropiación ofrecidas por el discurso.
El ejercicio de conocer es él mismo un ejercicio de poder (una formación discursiva –en el pensamiento foucaultiano- es una verdad – que permite juzgar al otro- que constituye un binomio con el poder). En el caso tratado, Oriente es moldeado y adquiere su sentido únicamente en el contexto de otro concepto, Occidente, al cual queda ligado a través de una relación de dominación y de unas formas específicas de conocimiento que determinan la visión que percibimos de aquél.
Hoy en día son los medios de comunicación y la visión de los expertos quienes crean en buena medida la realidad, determinando cómo observamos el resto de un mundo que obtiene su significado en función y a través de la mirada de éstos componentes.
Entre saber y poder existe una relación directa, uno y otro se implican mutuamente: el saber reestructura constantemente el poder, pero también el poder redefine constantemente el saber (Foucault, 1980). No hay relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de conocimiento: aquél no puede ejercerse sin la extracción, apropiación, distribución o retención de saber. El ejercicio del poder crea nuevos objetos de conocimiento y sistemas de información; el conocimiento, a su vez, produce efectos de poder.
Cada sociedad posee su régimen de verdad, es decir, el tipo de discurso que se acepta y ejerce funciones de verdad. Por lo tanto, todas las aproximaciones a la realidad del Tercer Mundo deben ser vistas en su contexto específico y culturalmente incrustado, fuera del cual –esto es, al margen de las creencias y valores de la gente diversa que lo habita- no es posible la valoración de dicha realidad.
La invención del desarrollo necesariamente implicó la creación de un campo institucional desde el cual los discursos son producidos registrados, estabilizados, modificados y puestos en circulación. La institucionalización del desarrollo tiene lugar a todos los niveles, desde las organizaciones internacionales y las agencias de planificación nacionales en el Tercer Mundo, a las agencias de desarrollo local, los comités de desarrollo comunitario, las agencias voluntarias privadas y las ONGs.
La conexión entre saber y poder genera, como dice Foucault, núcleos de inteligibilidad que, a medida que desarrollan sus lenguajes caen bajo el dominio de lo profesional y de lo institucional.
En tal sentido, el desarrollo, en el aspecto institucional, se organiza a través de un conjunto de técnicas, estrategias y prácticas reglamentadas (disciplinas académicas, métodos de investigación y enseñanza, criterios profesionales, etc.) que permiten la generación, validación y difusión de sus saberes, que se diseminen y se hagan significantes.
El discurso del postdesarrollo
Según Vattimo, “no existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista, y es ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo, comprehensivo, capaz de unificar todos los demás” (1990:11). Así, se produce como denomina Beriain, un descentramiento de las ideas únicas.
El factor que posibilita los cambios semánticos que conforman nuestro moderno sistema cultural es el “descentramiento” de las cosmovisiones que estaban articuladas en torno a un “centro sagrado”, que se ha manifestado históricamente como “fundamento ontoteológico”  con los atributos de unidad, perfección, belleza y bondad, es decir, tal universo simbólico pierde su potencialidad de fundamentación y de legitimación al ser desplazado del “centro”, del Axis mundi que ocupaba, pasando a ser una alternativa o un valor entre otros, entre los cuales podemos elegir… (1990: 132).
A partir de los finales de los 80, el discurso del desarrollo, sin dejar de incidir en el papel positivo de las fuerzas del mercado, modifica su acento y reconoce la necesidad de que la población –que en apariencia pierde su condición de sujeto pasivo y se convierte en actor del cambio- participe en las políticas de desarrollo: en este sentido, con el objetivo hipotético de alcanzar una democracia sustantiva, se traslada la responsabilidad del desarrollo a la sociedad civil.



[1] No siempre tomaremos en cuenta la periodización de Foucault respecto de “modernidad”, se la utilizará más bien en el sentido que se le da en nuestro medio, es decir, refiriéndonos a la corriente histórico-cultural que comienza aproximadamente al final del siglo XVI y que se extiende hasta la mitad de nuestro siglo. Siguiendo el mismo criterio se designará “Edad Neoclásica” o “neoclasicismo” a lo que Foucault llama “Edad Clásica”, y “positivismo” a lo que Foucault llama “modernidad”. Pues “Edad Clásica” para nosotros remite a la antigüedad y no a los siglos XVII y XVIII. Y el siglo XIX, para nosotros, es una época prominentemente positivista (sobre todo después del primer tercio del siglo).
[2] La palabra economía procede del latín oeconomia y, ésta, a su vez, del griego oikonomía, cuya raíz oikos significa hogar. Aunque, ciertamente, cada cultura posee sus propias formas de “administración del hogar”, y a pesar de que desde la antropología Polanyi y otros hayan mostrado que la economía no queda restringida a la producción e intercambio de bienes valorables y apropiables en el seno del mercado, aquí el término se emplea, de manera reductora, como sinónimo de economía de mercado.

[3] La utilización por primera vez de la expresión “Tercer mundo” se atribuye a A. Suvy al comparar en 1952 las reinvindicaciones de los países pobres con las que formulaba el Tercer Estado francés en vísperas del estallido revolucionario de 1789. Sin embargo, ha visto degradado su contenido y ha acabado adquiriendo unas connotaciones semánticas semejantes a las de la voz “subdesarrollo”.

BIBLIOGRAFÍA

GILLES, Deleuze y GUATTARI, Félix:
2000               Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (Trad. José Vázquez Pérez). Valencia: Pre-Textos. 4ta. edic.
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1989               Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI editores. 19na. edic.
HABERMAS, Jürgen:
1989               El discurso de la modernidad. Madrid: Taurus.
LANCEROS, Patxi:
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1991               La posmodernidad. 3ra. reimp. México: Gedisa.
MEDINA, Javier:
2006 a            Nuevo modelo, diálogo de civilizaciones y Asamblea Constituyente. La Paz: La Garza Azul.
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1990               En torno a la posmodernidad. Barcelona: Anthropos.
VERON, Eliseo:
1993               Semiosis social. 1ra. reedic.  Barcelona: Gedisa.

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