La obra poética de Jaime Sáenz[1], está lejos de ser considerada como una obra abierta, en el sentido que Umberto Eco imprimiera a esta noción. No obstante, la poética de Sáenz ¿puede leerse acaso bajo unas dos o tres perspectivas o niveles isotópicos? No es difícil arribar a la conclusión que Sáenz, mantiene una perspectiva discursiva hermética, cerrada a una forma de mirar, a una manera de nombrar las cosas, de que las cosas no se escapen al decir. Existe un gobierno sobre lo dicho y lo no dicho[2].
Creo más bien, que los diversos estudios que se han realizado sobre la obra poética de Sáenz, mantienen –no se si es un patrón común- un mismo campo semántico que orilla más en el tema de lo religioso y lo místico. Y precisamente, una vez que nos encontremos al interior del campo, adentro, podemos jugar –en los análisis que realizamos- con diferentes vertientes isotópicas.
Precisamente ahora, desarrollaremos una vertiente isotópica de análisis: la noción de lo sublime, pero, desde la propuesta teórica de Friedrich Nietzsche.
El arte a partir del “espíritu apolíneo” y del “espíritu dionisiaco”
Para empezar, el arte en Nietzsche es el resultado de la confluencia de dos fuerzas naturales: del “espíritu apolíneo” (Apolo)[3] y el “espíritu dionisiaco” (Dionisios).[4] Estos dos “espíritus”, se constituyen en la comprensión del arte en dos polos estéticos diametralmente opuestos pero imprescindiblemente complementarios. El primero caracterizado por la referencia al ensueño y el segundo por su referencia al estado de embriaguez.
Los griegos representaban bajo la figura de su dios Apolo el deseo gozoso del ensueño. Apolo era considerado como la “apariencia radiante”, la divinidad que se identifica con la luz, la claridad, es la belleza del mundo interior de la imaginación del individuo.
En la práctica del arte apolíneo lleno de vida, de luz, de alegría, irrumpe –sin premeditación- el horror del “espíritu dionisiaco”, la fuerza despótica de la naturaleza. Es evidente que la naturaleza irrumpe sin premeditación en la razón del sujeto para hacer de éste igual a ella. Y el horror con que se muestra es el horror del olvido, de la no-razón que se asemeja al estado de embriaguez. No obstante, esta presencia de la naturaleza paradójicamente, renueva la alianza del hombre con el hombre, del hombre con la naturaleza:
Bajo el encanto de la magia dionisiaca no solamente se renueva la alianza del hombre con el hombre: la naturaleza enajenada, enemiga o sometida, celebra también su reconciliación con su hijo pródigo, el hombre (...). Cantando y bailando, el hombre se siente miembro de una comunidad superior: ya se ha olvidado de andar y de hablar, y está a punto de volar por los aires, danzando. Sus gestos delatan una encantadora beatitud. Del mismo modo que ahora los animales hablan y la tierra produce leche y miel, también la voz del hombre resuena como algo sobrenatural: el hombre se siente dios; su actitud es tan noble y plena de éxtasis como las de los dioses que ha visto en sus sueños (Nietzsche, 1992: 27-28).
Estas dos maneras de la manifestación del arte, brotan del seno mismo de la naturaleza sin la intervención del ser humano o del artista. Se presentan como instintos del propio caos, de la naturaleza, que se va organizando en una materialización concreta para luego disolverse nuevamente en la nada.
Por un lado, se presenta como un ámbito de imágenes de ensueño que no dependen del valor intelectual o raciocinio del hombre (apolíneo). Por otro, se presenta como un estado pleno de embriaguez que no se preocupa del bienestar del individuo, sino por el contrario, “persigue el aniquilamiento del individuo mismo y su disolución liberadora por un sentimiento de identificación mística (dionisiaco)” (1992: 28).
El poeta lírico y la música.
Nietzsche identifica una relación directa e inequívoca entre la música, el poeta lírico y la “Unidad Primordial”, porque “el poeta lírico se identifica primeramente de una manera absoluta con el Uno Primordial, con su sufrimiento y sus contradicciones, y reproduce la imagen fiel de esta unidad primordial en cuanto música” (Nietzsche, 1992: 41).
La “Unidad primordial” debe ser entendida como la totalidad abstracta, la naturaleza, el caos que se ordena constantemente para materializarse en sus diversas formas, en el caso del arte: la poesía lírica y la música. La música, bajo la influencia apolínea se manifiesta –ante el poeta- de una manera sensible y visible como un ensueño simbólico.
La manifestación de la “Unidad primordial” hace contacto con el “yo” del poeta, resonando de lo más profundo de su ser, ya que su objetividad es tan solamente una ilusión.
El “yo” del poeta lírico no es un “yo” individualista, de persona empírica –como dice Nietzsche- sino por el contrario ese “yo” es el principio de la desindividuación y es, al mismo tiempo, el paso para dar lugar al “yo” como otredad de la misma “Unidad primordial”.
Ese proceso de desindividuación que se produce en el poeta dionisiaco, muestra el “sufrimiento primordial y el eco primordial de ese sufrimiento”, ya que bajo el influjo místico del renunciamiento a la individualidad, el poeta siente nacer de sí mismo un mundo de imágenes y de símbolos que tienden generalmente a “materializarse” o “cristalizarse” en el aspecto del ensueño apolíneo.
La matriz de donde nace la poesía del poeta lírico es la misma música: “La poesía del artista lírico no puede expresar nada que no esté ya contenido, con la más extraordinaria universalidad y perfección, en la música que le obliga a esta traducción de imágenes” (1992: 7).
La música representa en relación con el elemento físico de las cosas, el elemento metafísico del mundo, es decir, es la cosa en sí misma, en otras palabras es “lo sublime”.
En consecuencia, el espíritu de la música nos conduce a entender que el artista o poeta en cuanto “héroe apariencial”, debe ser aniquilado en aras de la totalidad. Y en ese proceso de aniquilación se actualiza el goce metafísico de la traducción de la sabiduría dionisiaca.
Es así, que el ser humano –dice Nietzsche- es como una disonancia hecha carne y, para soportar lo terrible de su vivir como disonancia, tendría necesidad de una admirable ilusión que pueda protegerle de su verdadera naturaleza, bajo una capa de belleza y tranquilidad, es decir, las formas apolíneas.
La poética de Jaime Sáenz.
El pensador “nacionalista” Sergio Almaraz Paz, se refería en los siguientes términos con respecto a Sáenz: “Jaime Sáenz, ángel solitario y jubiloso, buscador de una totalidad ciega y callada, paga su tributo de angustia ante la irremediable finitud del ser humano” (Almaraz, 1979:91).
Existe una diferencia abismal entre Sáenz y otros poetas como Neruda o Borges, esta diferencia no se mide solamente por la formalidad de la poética que traduce Sáenz. Porque el poeta al que nos referimos es más contradictorio –dice Almaraz- que su propia poesía, es decir, la poesía para Sáenz no era aquello que simplemente se traducía en la escritura, sino antes debía hacerse. La poesía era una forma de actuar, de vivir, digamos también de morir (po/ética). Sáenz dice al respecto: “Los poemas se hacen, no se escriben. De escribir, si uno quiere, puede escribir, pero no antes de haber hecho. Ante todo es necesario conocer. Y para conocer, es necesario hacer” (1979: 78).
Es el conocimiento de la inautenticidad de su ser (Wiethuchter, 1975: 275) lo que marca el comienzo de su Obra Poética, en toda la extensión de la palabra. Lo más importante de su obra- como dice Edgar Ávila Echazú- es:
Su original, auténtica e irrenunciable búsqueda metafísica de la identidad del ser, de las cosas que lo rodean y del origen mismo de su dolor esencial, ya sea a través de la enunciación de lo cotidiano, de lo funambulesco, de la irrealidad viscosa de la vida o a través de un conmovedor, reticente, púdico y avasallante amor por esa misma vida (1973: 544).
Sáenz es un enamorado de y por la “Unidad primordial”, si hablamos en términos nietzscheanos o el “Ser” en la concepción de Martín Heidegger (1977). Toda su obra apunta –por medio del renunciamiento al mundo- a constituirlo, a des-cubrirlo, para así un día, el día en que su cuerpo ya no sea un cuerpo para la muerte, sino la muerte misma, entonces sobrarán las palabras, entonces se habrá producido el encuentro.
Lo sublime en su obra
Es en la constitución de la Obra –en sentido místico- que mejor podemos comprender la poética de Sáenz. El “Júbilo” y la “angustia” son dos sentimientos que constituyen lo Sublime[5] de su búsqueda. La obra para Sáenz no es simplemente la obra-arte, sino también la obra-vital y su relación con la obra-universal (en el sentido de la Unidad primordial).
Lo sublime en el poeta, se manifiesta en el sentido de que la alegría máxima se torna en angustia extrema o la angustia extrema se torna en alegría máxima. Este sentimiento es afín a cada paso del conocimiento o desvelamiento del “Uno primordial”. Así “lo sublime”, se manifiesta en el sentido místico de la búsqueda que emprende el poeta en cuanto autor y en cuanto poeta. La suma total de esas variables es el propio poeta.
Sáenz es un poeta lírico que expresa y manifiesta el “espíritu dionisiaco” a través de las representaciones en el orden del “espíritu apolíneo”. Es un poeta imbuido por la existencia fragmentaria de la música, existencia en cuanto disonancia que busca aniquilarse en la totalidad de la música, porque “[l]a música se aniquila por sí misma a través de una fracción de segundo y se realiza gracias a la duración fragmentaria de la existencia” (Sáenz, 1979: 635).
Sáenz, escribe un poemario denominado Bruckner, en honor al compositor Antonio Bruckner, donde descubre la importancia de la música en la auto-descomposición y en la construcción del olvido. La música implica, al igual que la poesía, un hacer, un morir y un ser.
“Y de tal manera, quiso jugar una broma pesada,
con el hacer una música con el morir una música, con el ser una música
incendió la transparencia del sucedido y creó una creación
iluminando la naturaleza del mundo y del hombre, iluminando formas invisibles y recónditas
en lo oscuro
-siempre en ásperas y vacías y resonantes estancias de lo oscuro”
Lo “sublime” en la obra poética de Sáenz tiene que ver directamente con una trascendencia espiritual, de religiosidad, de misticidad. El ser poeta -para Sáenz- es igual a un alquimista que trabaja en la conversión del plomo en oro, al respecto Blanca Wiethüchter, en una obra dedicada a la memoria del poeta menciona:
Había que empezar por formar el laboratorio destinado a transformar el plomo en oro. Para ello, lo fundamental era la preparación del “horno”: había que sublimar los metales a través del fuego. Para el poeta, es necesario crear primero la substancia de la creación. Este fuego esencial se forma a partir del decir adiós, al que se suman el vivir en el corazón del dolor y un estar próximo y permanente a la muerte (Wiethüchter, 198...: 18).
De esta manera el “horno poético” de Sáenz crea las condiciones imprescindibles para orientar el trabajo que se requiere para una transformación espiritual: convertir el plomo del “vivir cotidiano” en el oro de un espíritu forjado para vivir la “verdadera vida” del Ser.
Lo apolíneo y lo dionisiaco
Para llegar al “verdadero vivir”, primero habrá que volverse el adiós mismo, una despedida. El “decir adiós” y el “volverse adiós” producen angustia y dolor, la angustia y el dolor del proceso de la transformación. En ese proceso de transformación se manifiesta lo desmedido, lo “grotesco”, la lucha sin tregua del “Espíritu dionisiaco” en relación con el “espíritu apolíneo”. Sáenz identifica a esa constante irrupción de lo dionisiaco sobre lo apolíneo, como el júbilo que aniquila.
Pues el júbilo no podía darse como alegría sino como espanto. El espanto en cuanto se manifiesta lo desmedido (...). Y por eso era espantable el júbilo, pero eso mismo era deseable. Pues quienquiera que quisiese en verdad vivir tendría que querer morir (...) El júbilo del hombre que se quema es júbilo. El hombre que vive se llama júbilo en cuanto muere. Así el adiós puede llamarse júbilo (Sáenz, 1979: 102).
Cada instancia del proceso de conocimiento que opera el poeta está marcada por el júbilo y la angustia, porque “... el júbilo es el terror de la revelación” (Sáenz, 1979:256).
Cuando hablo de júbilo y de angustia, me refiero al
Aprendizaje; y me refiero al conocimiento
En realidad, me refiero al aprendizaje del conocimiento;
Pues una cosa es cierta; no se puede conocer, sin antes haber aprendido a conocer
Y aprender a conocer no es cosa fácil: duele el cuerpo, duele aquí y duele allá, y duele todo (La Noche ).
La angustia se presenta a causa del renunciamiento místico a la individualidad, al "yo" constitutivo de cada sujeto como individuo. En Sáenz, el renunciamiento a su individualidad se opera por un reconocimiento de su propia escisión como individuo: por un lado la dominante apolínea y por otra la dominante dionisiaca. Sólo como sujeto individual es capaz de darse cuenta que tiene que renunciar a esa su individualidad aprisionante para acceder a la plenitud de la naturaleza (Uno primordial). En este giro, del poeta a la naturaleza, no es la razón o la consciencia la que le impulsa, por el contrario, es impulsado instintivamente por su querer dionisiaco.
La obra (literaria) saenzeana no es un reflejo de la realidad, sino una proyección metafísica del “estar ahí” –en la acepción heideggeriana-, es decir, una proyección del “poder ser” del “estar ahí”. Porque “[e]l ‘ser ahí’ es en cada caso aquello que él puede ser y tal cual él es su posibilidad” (Heidegger, 1977: 161).
BIBLIOGRAFÍA
ALMARAZ PAZ, Sergio:
1979 Para abrir el diálogo. La Paz : Los amigos del libro.
ÁVILA, ECHAZÚ, Edgar:
1986 “Jaime Sáenz: peregrino en las tinieblas”. en: Presencia. La
Paz 7 de septiembre.
ECO, Umberto:
1990 Obra abierta. Barcelona: Ariel.
HEIDEGGER, Martín:
1977 El ser y el tiempo. 5ta. reimp. México: F.C.E.
KANT, Emmanuel:
1972 Lo bello y lo sublime. 5ta. reimp. Madrid: Espasa-calpe.
NIETZSCHE, Federico:
1977 Así hablaba Zarathustra. México: Nacional.
1992 Origen de la tragedia. 14ta. edic. México: Espasa-calpe.
WIETHÜCHTER, Blanca:
1975 “Estructuras de lo imaginario en la obra de Jaime Sáenz”. en:
Obra poética de Jaime Sáenz. La paz: Biblioteca del Ses-
quicentenario de la República.
OBRA POÉTICA DE JAIME SÁENZ
1.- El Escalpelo (1955).
2.- Muerte por el tacto (1957).
3.- Aniversario de una visión (1960).
4.- Visitante profundo (1964).
5.- El Frío (1967)
6.- Recorrer esta distancia (1973)
7.- Bruckner. La Paz : Difusión, 1978
8.- Las tinieblas. La Paz : Difusión, 1978
9.- Al pasar un cometa. La Paz : Altiplano, 1982
10.- La noche. La Paz : Talleres de Don Bosco, 1984.
Notas:
[1] Jaime Sáenz, poeta boliviano (1921 – 1986).
[2] Aunque supeditado a la irreversible semiosis infinita
[3] Apolo (conocido también como Febo), dios griego y romano de los Oráculos, de la Medicina , de la Poesía , de las Artes, de los Rebaños, del Día y del Sol. Era hijo de Zeus y Letona, hermano gemelo de Artemisa y nació en la isla de Delos. Tenía en Delfos un oráculo y un santuario famoso.
[4] Dionisio (Baco para los romanos), divinidad originaria de la Tracia. Era el dios de los árboles y de los frutos; de la uva, del vino, de las vendimias y de la embriaguez. Había sido criado en el interior de los bosques por sus nodrizas las “Ménades”, mujeres poseídas a veces por un delirio divino. Las “Bacantes”, para honrar a Dionisio, se reunían de noche a la luz de las antorchas y, acompañadas de una música de flautas, mataban un ternero y, despedazándolo, comían la carne cruda y sangrante. Después acometidas de una locura religiosa que se llamaba “entusiasmo”, se lanzaban corriendo por los campos entre gritos y movimientos desordenados (Nietzsche, 1992: 23 en pie de página).
[5] Emmanuel Kant propuso la noción de lo sublime para comprender la manifestación del arte. Lo sublime, según Kant, es aquello que tiene que ver con sentimientos de “desprecio del mundo”, “sensaciones de eternidad”, como aquello que escapa a lo conocido, lo real. El arte del Postmodernismo, según Lyotard, bordea incesantemente la noción de lo sublime.